En 2014, una investigadora usó un perro de peluche para demostrar que los animales pueden sentir celos. Pidió a varios dueños de perros que mostraran afecto hacia el animal irreal delante de sus mascotas. Así descubrió que tres de cada cuatro perros reaccionaban con una supuesta envidia. Algunos intentaron llamar la atención tocando suavemente a sus amos. Otros trataron de interponerse entre su dueño y el juguete. Y hubo algunos que llegaron a destrozar a sus rivales de peluche.

En un perro, los celos parecen conmovedores, pero, en las personas, pueden generar resultados deplorables. Sin embargo, hay otro tipo de celo: el que refleja maravillosamente el corazón de Dios.

Cuando Pablo les escribió a los corintios, declaró: «os celo con celo de Dios» (2 Corintios 11:2). No quería que fueran «de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo» (v. 3). Esta clase de celo refleja el corazón del Señor, quien le dijo a Moisés al darle los Diez Mandamientos: «Yo soy el Señor tu Dios, fuerte, celoso» (Éxodo 20:5).

El celo de Dios no es como nuestro amor egoísta, sino que protege a los que son suyos por creación y redención. El Señor nos hizo para que lo conozcamos y disfrutemos de Él para siempre. ¿Qué más podemos pedir para ser felices?