Mientras leía el mensaje en mi teléfono, empezó a subirme la temperatura y me hervía la sangre. Estaba a punto de responder con otro mensaje desagradable, cuando una voz interior me dijo que me calmara y que contestara al día siguiente. Después de dormir bien, el tema que me había molestado tanto parecía una tontería. Había reaccionado en forma desmedida porque no quería dar prioridad a las necesidades de otra persona. No estaba dispuesta a incomodarme para ayudar a alguien.
Lamentablemente, estoy tentada a responder con enojo más a menudo de lo que me gustaría reconocer. Con frecuencia, tengo que poner en práctica verdades bíblicas conocidas, tales como «airaos, pero no pequéis» (Efesios 4:26), y «no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros» (Filipenses 2:4).
Menos mal que Dios nos ha dado su Espíritu, quien nos ayuda en nuestra batalla contra el pecado. Los apóstoles Pablo y Pedro lo denominaron: «la santificación por el Espíritu» (2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2). Sin su poder, estamos indefensos y vencidos. Sin embargo, con Él, podemos alcanzar la victoria.