En la película Amadeus, el compositor Antonio Salieri interpreta algo de su música para un sacerdote, el cual confiesa avergonzado que no la reconoce. «¿Y esta?», dice Salieri, tocando una conocida melodía. «No sabía que usted escribió esa», dice el sacerdote. «Yo no —respondió Salieri—, ¡fue Mozart!». Los espectadores descubren que el éxito de Mozart había causado una profunda envidia en Salieri, al punto de tener que ver con su muerte.
Una canción yace en el corazón de otra historia de envidia. Después de la victoria de David sobre Goliat, los israelitas cantaron: «Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles» (1 Samuel 18:7). La comparación no le cayó bien al rey Saúl. Envidioso y con temor a perder su trono (vv. 8-9), comienza a perseguir a David, intentando matarlo.
Nosotros también solemos ser tentados a envidiar a quienes tienen talentos similares o mayores a los nuestros. Y ya sea buscándoles errores o minimizando su éxito, también podemos intentar dañar a nuestros «rivales».
Saúl había sido elegido por Dios para su labor (10:6-7, 24), lo cual tendría que haberle dado seguridad en lugar de envidia. Como cada uno tiene su llamado particular (Efesios 2:10), tal vez la mejor manera de vencer la envidia sea dejar de compararnos y celebrar los éxitos unos de otros.