Mientras el taxista conducía hacia el Aeropuerto Heathrow de Londres, nos contó una historia. Había llegado solo a Reino Unido a los trece años, buscando escapar de la guerra y las privaciones. Ahora, once años después, tiene su familia y puede mantenerla de formas inviables en su tierra natal. Pero lamenta seguir separado de sus padres y hermanos, y dice que su vida no estará completa hasta que se reencuentre con los que dejó.
Separarse de nuestros seres queridos en esta vida es difícil, pero perderlos porque mueren es mucho peor, y genera un sentimiento de pérdida que no se recompondrá hasta que volvamos a reunirnos con ellos. Cuando los creyentes de Tesalónica se preguntaban sobre esas pérdidas, Pablo escribió: «Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza» (1 Tesalonicenses 4:13). Les explicó que, al ser creyentes en Cristo, podemos vivir a la espera de un maravilloso reencuentro: juntos para siempre en la presencia del Señor (v. 17).
Pocas experiencias nos marcan tanto como las separaciones duraderas, pero en Jesús, tenemos la esperanza de volver a reunirnos. Y en medio del dolor y la pérdida, podemos encontrar consuelo en esa promesa inalterable (v. 18).