Alice Kaholusuna relata sobre la costumbre de los hawaianos de sentarse fuera de sus templos un largo tiempo para prepararse para entrar. Incluso después de entrar, se arrastran hasta el altar para orar. Luego, se vuelven a sentar afuera otro largo período para «alentarle vida» a sus plegarias. Cuando unos misioneros llegaron a la isla, a veces los hawaianos consideraban que oraban raro: se ponían de pie, expresaban unas pocas frases, las llamaban «oración», decían amén y listo. Las describían como «sin aliento».
Esta historia habla de cómo los hijos de Dios no siempre aprovechan la oportunidad de estar quietos y conocer (Salmo 46:10). No te confundas: Dios oye nuestras oraciones, sean rápidas o lentas. Pero a menudo, el ritmo de nuestra vida imita el de nuestro corazón, y necesitamos dar un tiempo largo para que Dios nos hable. ¿Cuántos momentos renovadores nos hemos perdido al apurarnos, decir amén y seguir con otra cosa?
Solemos ser impacientes con todo, desde las personas lentas hasta el carril lento en el tráfico. Sin embargo, creo que Dios dice en su bondad: «Quédate quieto. Respira profundo una y otra vez. Ve despacio, y recuerda que yo soy Dios, tu refugio y fortaleza, una ayuda permanente en las dificultades». Hacer esto es conocer que Dios es Dios. Es confiar. Es vivir.