Un hombre entró en una tienda, puso un billete de 20 dólares en el mostrador y pidió cambio. Cuando el empleado abrió la caja registradora, el hombre sacó una pistola y pidió todo el dinero que había en la caja. Se llevó el efectivo y salió corriendo, dejando atrás el billete de 20 dólares sobre el mostrador. ¿Cuánto dinero se llevó de la caja? Quince dólares.
A veces, actuamos de manera necia; incluso cuando, a diferencia de este ladrón, estemos intentando hacer lo correcto. La clave es cómo aprendemos de nuestra conducta insensata. Sin corrección, nuestras malas elecciones pueden transformarse en hábitos. Nos transformamos en necios a los cuales les «falta cordura» (Eclesiastés 10:3).
Tal vez necesitamos reflexionar sobre una falla del carácter y nos resulta doloroso. O quizás tenemos que admitir que tomamos una decisión de manera apresurada y que deberíamos tener más cuidado. Independientemente de la razón, nunca es bueno ignorar nuestro proceder insensato.
Felizmente, Dios puede usar nuestra necedad para disciplinarnos y formarnos. La disciplina no es «al presente […] causa de gozo», pero da buen fruto a la larga (Hebreos 12:11). Aceptemos la disciplina de nuestro Padre y pidámosle que cada día nos moldee para ser los hijos que espera que seamos.