Javier lloraba a gritos cuando sus padres lo entregaron en manos de Ana. Era la primera vez que el niño de dos años se quedaba en la guardería mientras sus padres asistían a la reunión… y no le gustaba. Ana les aseguró que estaría bien. Trató de calmarlo con juguetes y libros, meciéndolo, paseándolo y hablándole de cosas divertidas. Pero la única respuesta que recibió fueron más lágrimas y gritos. Entonces, le susurró al oído: «Yo me quedaré contigo». Rápidamente, el niño recibió paz y consuelo.
Jesús les ofreció a sus amigos palabras similares de consuelo durante la semana de su crucifixión: «[El] Padre […] os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad» (Juan 14:16-17). Después de resucitar, les prometió: «he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20). Jesús estaba por ascender al cielo, pero enviaría al Espíritu a «quedarse» y vivir con su pueblo.
Cuando lloramos, experimentamos el consuelo y la paz del Espíritu. Recibimos su guía cuando nos preguntamos qué hacer (Juan 14:26). Él nos abre los ojos para que entendamos más sobre Dios (Efesios 1:17-20), nos ayuda en nuestras debilidades y ora por nosotros (Romanos 8:26-27). Se queda con nosotros para siempre.