Mi hermano Pablo creció padeciendo una epilepsia severa, la cual empeoró en su adolescencia. Las noches se volvían horrorosas para él y mis padres ante los ataques que solían durar más de seis horas. Los médicos no podían encontrar un tratamiento que aliviara los síntomas y le permitiera estar consciente al menos parte del día. Mis padres clamaban en oración: «¡Dios, oh Dios, ayúdanos!».
Aunque los tres estaban emocionalmente turbados y físicamente exhaustos, Dios les daba fuerzas cada nuevo día. Además, hallaban consuelo en las palabras de Jeremías en el libro de Lamentaciones, quien expresaba su angustia por la destrucción de Jerusalén —acordándose «del ajenjo y de la hiel» (3:19)— pero que no perdió su esperanza. Trajo a su mente las misericordias de Dios, que «nuevas son cada mañana» (v. 23). Eso mismo hacían mis padres.
Sea lo que sea que estés enfrentando, recuerda cada mañana que Dios es fiel. Él renueva nuestras fuerzas y nos da esperanza. Y a veces, como con mi familia, brinda alivio. Años después, apareció un nuevo medicamento que detuvo aquellos ataques nocturnos constantes.
Cuando nuestra alma esté abatida (v. 20), recordemos la promesa de Dios de que sus misericordias son nuevas cada mañana.