«Señor Singerman, ¿por qué llora?», preguntó el joven aprendiz mientras observaba a su maestro que elaboraba una caja de madera.
«Lloro porque mi padre lloraba y porque mi abuelo lloraba». La respuesta de aquel trabajador en madera es parte de un tierno momento en un episodio de La familia Ingalls. «Las lágrimas —explicó— brotan al fabricar un ataúd».
«Algunos hombres no lloran porque temen que sea una señal de debilidad —agregó—, pero a mí me enseñaron que un hombre es un hombre porque puede llorar».
Seguramente, la emoción brotó de los ojos de Jesús al comparar su interés por Jerusalén con el cuidado de una mamá gallina por sus pollitos (Mateo 23:37). A menudo, los discípulos se extrañaban de lo que veían en sus ojos y escuchaban en sus historias. La idea de Jesús de lo que significaba ser fuerte era diferente. Lo mismo sucedió cuando salieron con Él del templo. Los discípulos señalaron los muros de piedra y el magnífico decorado (24:1), logros de la fortaleza humana. Jesús vio un templo que sería destruido años después.
Cristo muestra que las personas saludables saben cuándo llorar y por qué. Él lloró por lo que a su Padre le interesa y por el gemir del Espíritu por esos hijos que aún no podían ver lo que conmueve su corazón.