Cuando mi esposo y yo nos preparábamos para mudarnos al otro extremo del país, queríamos asegurarnos de permanecer en contacto con nuestros hijos ya adultos. Encontré un regalo especial: lámparas que se conectan de forma inalámbrica por internet, que se pueden encender desde lejos. Cuando se las di a mis hijos, les expliqué que se encenderían cuando yo tocara la mía, para recordarles con esa luz que los amaba y oraba por ellos. Por más lejos que estuviera, la luz se encendería también. Aunque sabía que nada podía reemplazar nuestro tiempo juntos, nos alentaríamos al saber del amor y las oraciones cada vez que se encendieran.
Todos los hijos de Dios tienen el privilegio de ser luces encendidas por el Espíritu Santo. Estamos diseñados para ser faros de la esperanza eterna y el amor incondicional de Dios. Al compartir el evangelio y servir a otros en nombre de Jesús, somos focos brillantes y testimonios vivientes. Cada buena obra, sonrisa amable, palabra de aliento y oración de corazón genera un destello de la fidelidad de Dios y su amor incondicional y transformador (Mateo 5:14-16).
Cuando Dios, por medio de su Espíritu, brinda la iluminación verdadera, nosotros podemos reflejar la luz y el amor de su presencia.