Una mañana, fui a una laguna cerca de mi casa. Me senté sobre un bote volcado, pensando y observando cómo un suave viento perseguía una capa de neblina en la superficie del agua. Espirales de niebla giraban y se desplazaban, y mini «tornados» subían y luego se disipaban. Poco después, los rayos del sol atravesaron las nubes y la niebla desapareció.
Esa escena me confortó porque la asocié con un versículo que acababa de leer: «Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados» (Isaías 44:22). Visité aquel lugar esperando olvidar unos pensamientos malos que me habían preocupado durante días. Aunque los confesaba, empezaba a preguntarme si Dios me perdonaría cuando repitiera el mismo pecado.
Esa mañana, supe que la respuesta era «sí». Como relata Isaías, Dios mostró su gracia al pueblo de Israel cuando luchaba con su constante problema de adorar ídolos y lo invitó a regresar a Él, diciendo: «Acuérday de estas cosas […]. Yo te formé, siervo mío eres tú» (v. 21).
No alcanzo a comprender por completo semejante perdón, pero entiendo que la gracia de Dios es lo único que puede quitar totalmente nuestro pecado. Estoy agradecida de que su gracia es infinita y divina como Él, y que siempre está disponible cuando la necesitamos.