Cuando me mudé a otro país, una de mis primeras experiencias me hizo sentir que no era bien recibida. Después de sentarme en la pequeña iglesia donde mi esposo predicaba ese día, un señor mayor, huraño, me asustó cuando dijo: «¡Córrase!». Su esposa se disculpó mientras explicaba que me había sentado en el banco que siempre ocupaban ellos. Años después, me enteré de que las congregaciones acostumbraban rentar bancos, con lo cual se reunía dinero para la iglesia y se aseguraban de que nadie ocupara el lugar de otro.
Más tarde, reflexioné sobre la instrucción de Dios a los israelitas sobre recibir bien a los extranjeros, a diferencia de la práctica cultural que yo había enfrentado. Les recordó que actuaran así porque ellos mismos habían sido extranjeros (Levítico 19:34). No solo debían tratarlos amablemente (v. 33), sino amarlos como a sí mismos (v. 34). Dios los había rescatado de Egipto y les había dado un hogar en una tierra que fluía «leche y miel» (Éxodo 3:17). Por eso, esperaba que su pueblo amara a los otros que hicieran allí su hogar.
Cuando encuentres extranjeros en tu entorno, pídele a Dios que te muestre qué prácticas culturales podrían impedir que les muestres amor.