Nora era pequeña, pero Brenda —la agresiva mujer de 1,80 metros de alto que la miraba enojada— no la intimidaba. Brenda ni siquiera podía decir por qué se había detenido en el centro de prevención de abortos; ya había decidido «liberarse de ese… niño». Amablemente, Nora le hizo unas preguntas, pero ella las evadía con gritos insultantes. Luego, se levantó para irse, diciendo desafiante que terminaría con su embarazo. Nora se paró delante de la puerta y le preguntó: «Antes de que te vayas, ¿puedo darte un abrazo y orar por ti?». Nadie la había abrazado nunca; al menos, con buenas intenciones. De repente e inesperadamente, le brotaron las lágrimas.
La actitud de Nora refleja maravillosamente el corazón de nuestro Dios, quien amó a su pueblo Israel «con amor eterno» (Jeremías 31:3). Aunque padecía las consecuencias de su constante violación a las instrucciones de Dios, Él le dijo: «te prolongué mi misericordia. Aún te edificaré» (vv. 3-4).
La historia de Brenda es compleja (muchos podemos identificarnos con ella). Hasta ese momento, creía que Dios y los cristianos simplemente la condenarían, pero Nora le mostró algo distinto: al Dios que nunca da la espalda, y que nos ama más allá de lo imaginable y nos recibe con los brazos abiertos.