Estaba nerviosa por una clase sobre la oración que iba a dar en una iglesia. ¿Les gustará a los alumnos? ¿Les caeré bien? Mi ansiedad me sacó de foco, lo cual me llevó a exagerar en la planificación, la preparación de diapositivas y de hojas de ejercicios. Pero una semana antes de empezar, todavía no había invitado a muchos a asistir.
No obstante, mientras oraba, recordé que la clase era un servicio que arrojaba luz sobre Dios. Como el Espíritu Santo la usaría para guiar a personas a nuestro Padre celestial, pude dejar de lado los nervios de hablar en público. Jesús les enseñó a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa» (Mateo 5:14-15).
Al leer esas palabras, publiqué un anuncio en las redes sobre la clase. Casi de inmediato, la gente, con gratitud y entusiasmo, empezó a inscribirse. Al ver sus reacciones, reflexioné más en la enseñanza de Jesús: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (v. 16).
Con esa perspectiva, enseñé la clase con gozo, alentando a otros a brillar para Dios.