Después de conversar con Gabriel, imaginé por qué su saludo preferido era un «golpe con el puño» en lugar de dar la mano. Saludar dando la mano revelaría las cicatrices en su muñeca, resultado de sus intentos de hacerse daño. No es extraño que escondamos nuestras heridas —internas o externas—, causadas por otros o autoinfligidas.
Tras aquella conversación, pensé en las cicatrices físicas de Jesús; las heridas provocadas por los clavos que traspasaron sus manos y sus pies, y la lanza que atravesó su costado. En lugar de esconder sus cicatrices, Cristo las resaltó.
Después de que Tomás dudara inicialmente de que Jesús había resucitado, Él le dijo: «Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Juan 20:27). Cuando Tomás vio las cicatrices y escuchó esas asombrosas palabras, se convenció de que era Jesús, y exclamó con fe: «¡Señor mío, y Dios mío!» (v. 28). Entonces, Jesús pronunció una bendición especial: «bienaventurados los que no vieron, y creyeron» (v. 29).
La mejor noticia de todas es que sus cicatrices fueron por nuestros pecados; contra nosotros mismos y contra los demás. Jesús murió para perdonar los pecados de todos los que creen en Él y confiesan, como Tomás: «¡Señor mío, y Dios mío!».