«Estaba acostado en mi cama, alcoholizado y sin esperanza —escribió el periodista Malcolm Muggeridge respecto a una noche particularmente angustiosa durante su trabajo como espía en la Segunda Guerra Mundial—. Solo en el universo, en la eternidad; sin el menor atisbo de luz».
En esa condición, hizo lo único que consideró sensato: trató de ahogarse. Fue a la costa de Madagascar y comenzó a nadar en el mar hasta quedar exhausto. Al mirar atrás, vio luces a lo lejos, y sin saber bien por qué, comenzó a nadar de regreso hacia allí. A pesar del cansancio, recuerda haber tenido «un gozo sobrecogedor».
Muggeridge sabía que Dios lo había alcanzado en ese momento oscuro y le había dado una esperanza que solo podía ser sobrenatural. El apóstol Pablo solía escribir sobre la esperanza. En Efesios, señaló que antes de conocer a Cristo, todos estábamos «muertos en [nuestros] delitos y pecados, […] sin esperanza y sin Dios en el mundo» (2:1, 12). Pero «Dios, que es rico en misericordia, […] nos dio vida juntamente con Cristo» (vv. 4-5).
Este mundo trata de hundirnos, pero no hay razón para sucumbir a la desesperación. Como declaró Muggeridge sobre aquella noche en el mar: «Me quedó claro que no había oscuridad; solo la posibilidad de perder de vista una luz que brillaba eternamente».