Con nuestro grupo de amigos, nos reunimos durante un fin de semana largo a orillas de un hermoso lago. Además de jugar en el agua y compartir comidas, lo que más valoré —y aún atesoro entre las situaciones más sagradas de mi vida— fueron las charlas nocturnas, cuando nuestros corazones se abrían con una profundidad y vulnerabilidad inusuales al compartir los dolores de matrimonios tambaleantes y los problemas que enfrentaban algunos de nuestros hijos. Sin disimular nuestras realidades, señalábamos a Dios y su fidelidad en esas dificultades extremas.
Pienso que podría compararse al propósito de Dios cuando instruyó a su pueblo a reunirse todos los años para la fiesta de los tabernáculos, en que se requería que los israelitas viajaran a Jerusalén. Cuando llegaban, debían reunirse para adorar y «no [hacer] ningún trabajo laboral» (Levítico 23:35) durante la fiesta… ¡casi de una semana! En esa fiesta, celebraban la provisión de Dios y recordaban su tiempo en el desierto después de salir de Egipto (vv. 42-43).
Esa reunión los ayudaba a identificarse como el pueblo de Dios, quien les mostraba su bondad a pesar de las dificultades individuales y colectivas. Nuestra fe también se fortalece cuando recordamos juntos la provisión y la presencia de Dios en nuestras vidas.