Claudio, el joven líder de la banda, y sus seguidores robaban tiendas, casas y automóviles, y peleaban con otras pandillas. Finalmente, Claudio fue arrestado y condenado. En la cárcel, se convirtió en un «maestro del crimen», alguien que repartía navajas caseras durante los amotinamientos.
Al tiempo, lo colocaron en confinamiento solitario. Allí, mientras soñaba despierto, vio una especie de «película» con eventos clave de su vida… y de Jesús, que era clavado en una cruz y le decía: «Hago esto por ti». Claudio cayó llorando al suelo y confesó su pecado. Más tarde, le contó de su experiencia a un capellán, el cual le explicó más sobre Jesús y le dio una Biblia. Al tiempo, volvió a la cárcel común con el resto de los prisioneros, y fue maltratado por su fe. Pero estaba en paz porque «había descubierto un nuevo llamado: hablar de Jesús a los otros presos».
En su carta a Timoteo, Pablo habla del poder de Cristo para cambiar vidas: dejar el mal para seguir y servir a Cristo (2 Timoteo 1:9). Como Claudio, ellos experimentaron la gracia de Dios, y ahora, el Espíritu Santo los capacita para ser testigos vivientes del amor de Cristo. Nosotros también tenemos este nuevo llamado a compartir el evangelio (v. 8).