En Noche Buena de 1994, un hombre conocido como «el viejo Brinker» yacía moribundo en el hospital de la cárcel Muntok, en Sumatra, esperando que comenzara la reunión de Navidad. «¿Cuándo empieza la música?», preguntó, a lo que su compañero de prisión, William McDougall, respondió: «Pronto». «Bien —contestó—; así podré compararla con la de los ángeles».
Aunque décadas atrás Brinker se había alejado de su fe en Dios, en sus últimos días, confesó sus pecados y halló paz en Él. En lugar de saludar a los demás con amargura, sonreía, lo cual, según McDougal, «era una transformación notable».
Brinker murió en paz aquella noche, mientras un coro de once prisioneros demacrados entonaba Noche de Paz. McDougal, sabiendo que Brinker había vuelto a seguir a Jesús y que estaba con Él en el cielo, señaló: «Quizá la muerte haya sido una visita de Navidad bienvenida para el viejo Brinker».
Su historia me recuerda a Simeón, un santo hombre a quien el Espíritu Santo le había revelado que «no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor» (Lucas 2:26). Cuando vio a Jesús en el templo, exclamó: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz […]; porque han visto mis ojos tu salvación» (vv. 29-30).
El mejor regalo de Navidad que podemos recibir o dar es la fe salvadora en Jesús.