Una primavera, después de un invierno particularmente deprimente durante el cual ayudó a un familiar que estaba enfermo, Ema cobraba ánimo cada vez que pasaba junto a un cerezo, cerca de su casa. En la parte superior del árbol, flores blancas crecían sobre las rosadas. Un experto jardinero le había injertado una rama de flores blancas. Cuando Ema pasaba por allí, pensaba en las palabras de Jesús sobre ser Él la vid, y sus seguidores, las ramas (Juan 15:1-8).
Al llamarse «vid», Jesús hablaba de una imagen conocida para los israelitas del Antiguo Testamento, donde esta simbolizaba al pueblo de Dios (Salmo 80:8-9; Oseas 10:1). Jesús extendió este simbolismo a sí mismo, diciendo que Él era la vid y que sus seguidores estaban injertados en Él como ramas. Al permanecer en Él, recibiendo alimento y fuerza, darían fruto (Juan 15:5).
Mientras Ema ayudaba a su pariente, necesitaba recordar que estaba conectada a Jesús, y ver las flores blancas entre las rosadas le traía a la mente la verdad de que si permanecía en la Vid, Él la fortalecería.
Nuestra fe se fortalece cuando los que creemos en Jesús nos aferramos a la idea de estar tan cerca de Él como lo está una rama a una vid.