Los que se criaron en la aldea inglesa con Guillermo Carey (1761-1834) tal vez pensaron que no lograría mucho, pero hoy se lo conoce como el padre de las misiones. Hijo de tejedores, se convirtió en un maestro y zapatero poco exitoso, mientras aprendía solo griego, hebreo y latín. Años después, cumplió su sueño de ir como misionero a la India. Pero enfrentó dificultades: la muerte de su hijo, problemas de salud mental de su esposa, y durante años, falta de resultados en la obra.
¿Qué lo mantenía sirviendo mientras traducía toda la Biblia a seis idiomas y partes de ella a otros veintinueve? «Puedo seguir avanzando —decía—. Puedo perseverar en cualquier objetivo definido». Se comprometió a servir a Dios sin importar las pruebas que enfrentara.
Esta devoción inalterable a Cristo es lo que aconsejó el escritor de Hebreos: «no se hagan perezosos» (Hebreos 6:12 rvc), sino «cada uno de ustedes muestre el mismo entusiasmo hasta el fin» (v. 11), mientras buscan agradar a Dios. Y les aseguró: «Dios […] no olvidará el trabajo de ustedes y el amor que han mostrado» (v. 10).
En sus últimos años, Carey reflexionó sobre la constante provisión de Dios: «Él nunca falló con sus promesas, así que yo no puedo fallar en mi servicio a Él».