A algunos les gusta el chocolate amargo, y otros prefieren el dulce. A los antiguos mayas, en América Central, les encantaba beber chocolate, y le agregaban chile para darle más sabor. Les gustaba esta «agua amarga», como la llamaban. Muchos años después, se llevó a España, pero los españoles preferían el chocolate dulce. Entonces, le agregaron azúcar y miel para contrarrestar el sabor amargo natural.
Como el chocolate, los días pueden ser amargos o dulces. Un monje francés, del siglo xvii, llamado Hermano Lorenzo, escribió: «Si supiéramos cuánto nos ama [Dios], estaríamos siempre dispuestos a recibir igualmente […] de su mano lo dulce y lo amargo». ¿Aceptar igual lo dulce y lo amargo? ¡Qué difícil! ¿De qué habla? La clave está en el carácter de Dios. El salmista dijo: «Bueno eres tú, y bienhechor» (Salmo 119:68).
Los mayas también valoraban el chocolate amargo por sus propiedades medicinales y curativas. Los días amargos también tienen su valor. Nos revelan nuestras debilidades y ayudan a depender más de Dios. Como escribió el salmista: «Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos» (v. 71). Seguros de la bondad de Dios, abracemos hoy la vida, y digamos: «Bien has hecho con tu siervo, oh Señor, conforme a tu palabra» (v. 65).