Tenía un nudo en la garganta cuando me despedí de mi sobrina la noche antes de que se mudara para ir a estudiar en la universidad. Aunque ya había estado lejos durante cuatro años, también estudiando, esta vez, se iba a otro estado. Antes, podíamos reunirnos después de conducir dos horas y media, pero ahora, estaría a unos 1.300 kilómetros de distancia. Ya no podríamos juntarnos seguido para charlar. Tendría que confiar en que el Señor la cuidaría.
Probablemente, Pablo sintió lo mismo cuando se despidió de los ancianos de la iglesia de Éfeso. Después de fundar la iglesia y de enseñarles durante tres años, eran como su familia. Al partir hacia Jerusalén, no volvería a verlos. Pero, aunque él se iba, no tenían que sentirse abandonados. Dios seguiría capacitándolos mediante «la palabra de su gracia» (Hechos 20:32) para que lideraran a la congregación. A diferencia de Pablo, Dios siempre estaría con ellos.
Sea quien sea —hijos, parientes o amigos—, siempre es muy duro decir adiós. Nuestra influencia en sus vidas ya no es igual. Cuando les soltamos la mano, podemos confiar en que Dios los tiene en las suyas. Él puede seguir moldeándolos y supliendo sus necesidades… mucho mejor que nosotros.