Cuando abrí el lavavajillas, me pregunté qué habría salido mal. En lugar de estar limpios y relucientes, los platos estaban cubiertos de un polvo calizo. Me pregunté si el agua calcárea de nuestra zona estaría haciendo estragos, o si la máquina se había dañado.
La limpieza de Dios, a diferencia de un lavaplatos averiado, lava todas nuestras impurezas. En el libro de Ezequiel, vemos que Dios llama a su pueblo a regresar a Él cuando Ezequiel comparte el mensaje de amor y perdón del Señor. Los israelitas habían pecado y proclamado su lealtad a otros dioses y otras naciones. Sin embargo, el Señor fue misericordioso y los recibió con los brazos abiertos. Prometió limpiarlos «de todas [sus] inmundicias; y de todos [sus] ídolos» (36:25). Al poner su Espíritu en ellos (v. 27), los llevaría a una condición de fecundidad donde no pasarían hambre (v. 30).
Al igual que en la época del profeta Ezequiel, hoy el Señor nos recibe con los brazos abiertos si nos extraviamos. Cuando sometemos nuestras vidas a su voluntad y sus caminos, Él nos transforma y nos limpia de nuestros pecados. Como su Espíritu Santo habita en nosotros, nos ayuda a seguirlo día a día.