Cuando nuestro hijo Xavier era pequeño, visitamos el acuario de la bahía de Monterey. Al entrar, señalé una escultura colgante. «Miren. Una ballena jorobada».
Xavier la miró, asombrado. «Enorme», musitó.
Mi esposo me miró y dijo: «¿Cómo sabe esa palabra?».
«Seguramente, nos escuchó decirla». Me encogí de hombros, sorprendida de que nuestro pequeño hubiera absorbido vocabulario que no le habíamos enseñado intencionalmente.
En Deuteronomio 6, Dios animó a su pueblo a enseñar a los más jóvenes a conocer y obedecer la Escritura. A medida que conocieran más a Dios, ellos y sus hijos respetarían al Señor y disfrutarían de las recompensas de conocerlo íntimamente, amarlo y obedecerle (vv. 2-5).
Si saturamos nuestro corazón y nuestra mente de la Escritura (v. 6), estaremos mejor preparados para compartir el amor y la verdad de Dios con nuestros hijos durante las actividades cotidianas (v. 7). Al guiar con el ejemplo, podemos preparar y animar a los jóvenes a reconocer y a respetar la autoridad y la relevancia de la verdad inmutable de Dios (vv. 8-9).
Si las palabras de Dios fluyen con naturalidad de nuestro corazón y nuestra boca, podemos dejar un legado sólido de fe para transmitir de generación en generación (4:9).