«¿T iene alguna prenda que le gustaría que le lave?», le pregunté a alguien que nos visitaba en Londres. Se le iluminó el rostro y, cuando se acercó su hija, le dijo: «Trae la ropa sucia. ¡Amy la va a lavar!». Me sonreí al ver que mi ofrecimiento había pasado de unas pocas prendas a varios montones.
Más tarde, mientras colgaba la ropa al aire libre, me vino a la mente una frase de mi lectura bíblica matinal: «con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a [uno] mismo» (Filipenses 2:3). Había estado leyendo la carta de Pablo a los filipenses, donde los exhorta a vivir a la altura del llamado de Cristo, sirviendo y estando unidos los unos con los otros. Enfrentaban persecución, pero el apóstol quería que tuvieran un mismo sentir. Sabía que esa unidad, fruto de su unión con Cristo y expresada en el servicio mutuo, les permitiría mantenerse fuertes en la fe.
Podemos afirmar que amamos a los demás sin ambiciones egoístas ni vana arrogancia, pero la verdadera condición de nuestro corazón solo se revela cuando ponemos en práctica ese amor. Aunque estuve tentada a quejarme, sabía que, como seguidora de Cristo, mi llamado era a poner en práctica mi amor a mis amigos… con un corazón limpio.