Cuando mi esposa y yo visitamos un museo de la Fuerza Aérea de nuestro país, nos conmovió particularmente la sección de los prisioneros de guerra, donde se recreaban las barracas de un campamento alemán de prisioneros. Mi suegro formó parte de esa fuerza en misiones aéreas sobre Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Más de 26.000 hombres murieron y no menos de 47.000 fueron heridos, entre los cuales estaba él, uno de aquellos prisioneros de guerra. Mientras recorríamos la exposición, recordábamos cómo nos contaba sobre la alegría incontenible que él y sus compañeros sintieron cuando los liberaron.
El Salmo 146 habla del cuidado de Dios a los oprimidos y la liberación de los encarcelados: el Señor «que hace justicia a los agraviados, que da pan a los hambrientos. […] liberta a los cautivos» (v. 7). Todo esto genera celebración y alabanza. Sin embargo, la mayor libertad es la de la culpa y la vergüenza. Con razón, Jesús afirmó: «si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36).
Por el sacrificio de Cristo, somos liberados de la prisión del pecado, para conocer el gozo, el amor y la libertad que solo el perdón puede brindar.