A lgunos años antes de convertirse en presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt se enteró de que su hijo mayor estaba enfermo. Aunque se recuperaría, la causa de esa enfermedad golpeó duramente a Roosevelt: los doctores le dijeron que era por él. Su hijo padecía «agotamiento nervioso», tras haber sido implacablemente presionado por su padre para que se convirtiera en el héroe valeroso que Roosevelt mismo no había sido durante su frágil niñez. Entonces, prometió: «De ahora en adelante, nunca lo volveré a presionar, ni mental ni corporalmente». Y así lo hizo.

Ese mismo hijo fue quien luego lideró valientemente el desembarco de los soldados aliados en Playa de Utah durante la Segunda Guerra Mundial.

Dios nos ha confiado el influir en la vida de otras personas. Tenemos una gran responsabilidad hacia nuestros cónyuges, hijos, amigos, empleados y clientes. La tentación a presionar demasiado, a exigir por demás, a forzar el progreso o a orquestar el éxito puede llevarnos a perjudicar a otros. Por eso, se exhorta a los seguidores de Cristo a vestirse «de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia» (Colosenses 3:12). Si Jesús, el Hijo de Dios, vino en humildad, ¿no deberíamos tratarnos unos a otros con mansedumbre?