Para estar segura, señalé en mi mapa dónde había estacionado la bicicleta. Como la orientación no es mi fuerte, sabía que podía perderme fácilmente en este laberinto de caminos con edificios históricos.
La vida tendría que haber sido idílica, ya que acababa de casarme con un inglés y me había mudado a su país. Sin embargo, me sentía perdida. Mientras estaba callada, era una de ellos, pero, en cuanto hablaba, sentía que me consideraban una turista norteamericana. Todavía no sabía bien cómo actuar, y pronto me di cuenta de que armonizar la vida entre dos pueblos testarudos sería más difícil de lo que pensaba.
Me identifiqué con Abraham, quien dejó todo lo que conocía para obedecer el llamado de Dios a vivir como extranjero en otra tierra (Génesis 12:1). Enfrentó los desafíos de una cultura diferente confiando en Dios; y unos dos mil años después, el escritor de Hebreos lo denominó héroe (11:9). Como los demás hombres y mujeres mencionados allí, Abraham vivió por fe, esperando con ansias lo prometido y aguardando su hogar celestial.
Quizá hayas vivido siempre en el mismo lugar, pero, como seguidores de Cristo, todos somos extranjeros en esta Tierra. Por fe, seguimos adelante, sabiendo que Él nos guiará, que nunca nos abandonará y que nos llevará al hogar celestial.