La casa de una amiga está ubicada junto a una pequeña calle rural que los conductores usan durante las horas de mayor tránsito, para evitar la ruta principal y los semáforos. Hace unas semanas, llegaron unos obreros para reparar el pavimento y colocaron unas barreras con carteles que decían: «Prohibido pasar». Mi amiga contó: «Al principio, me preocupé porque pensé que no podría entrar con mi automóvil. Pero, después, seguí leyendo: “Acceso permitido solo para residentes”. No había desvíos ni barreras para mí. Tenía derecho a entrar y salir cuando quisiera porque vivía allí. ¡Me sentí especial!».

En el Antiguo Testamento, el acceso a Dios en el tabernáculo y en el templo estaba estrictamente restringido. Solamente el sumo sacerdote podía atravesar el velo y entrar a ofrecer sacrificios en el Lugar Santísimo. Además, podía ingresar una sola vez al año (Levítico 16:2-20; Hebreos 9:25-26). Sin embargo, en el mismo momento en que Jesús murió, el velo del templo se rasgó de arriba hacia abajo, mostrando que la barrera que separaba al ser humano de Dios había sido destruida para siempre (Marcos 15:38).

El sacrificio de Cristo por nuestros pecados permite que todos los que le aman puedan entrar en su presencia en cualquier momento. Él nos ha otorgado el derecho de admisión.