Flip, flap, flip, flap.
El sonido del limpiaparabrisas, que intentaba mantener a raya la lluvia torrencial, me irritaba aun más mientras me acostumbraba a conducir el automóvil usado que acababa de comprar; un modelo familiar con más de 130.000 kilómetros y sin bolsas de aire laterales de protección.
Para comprar este automóvil y obtener algo de dinero que tanto necesitábamos para comer, había vendido mi último «tesoro»: un auto familiar que sí tenía protección de bolsas de aire laterales para los niños. Para entonces, habíamos perdido todo lo demás. Nuestra casa y nuestros ahorros habían desaparecido bajo el peso de gastos médicos para tratar una enfermedad gravísima.
«Bueno, Señor —dije en voz alta—. Ahora ni siquiera puedo proteger a mis hijos de un choque lateral. Si les sucede algo, ya me vas a escuchar…».
Flip, flap, flip, flap… y se me hizo un nudo en la garganta.
Me sentí avergonzado. En los últimos dos años, Dios les había salvado la vida a mi esposa y mi hijo de una muerte casi segura, y allí me encontraba, quejándome de las «cosas» que había perdido. Me di cuenta de lo desagradecido que me había vuelto. El Padre amoroso, que no escatimó a su propio Hijo para salvarme, había salvado a mi hijo de manera milagrosa.
«Perdóname, Padre», oré. Ya lo hice, hijo mío.