Un reloj expuesto en el Museo Británico me impactó por ser una ilustración impresionante del efecto embotador de la rutina. Una pequeña esfera de acero rueda por los surcos en vaivén de una plancha, hasta que golpea una palanca en el otro extremo. Esto inclina la plancha hacia el otro lado, y la esfera comienza a desplazarse en esa dirección, lo cual hace mover las agujas del reloj. Cada año, la esfera recorre unos 4.000 kilómetros, pero sin llegar a ninguna parte.
Es fácil que la rutina nos atrape cuando no tenemos un propósito importante. El apóstol Pablo anhelaba ser eficaz en dar a conocer el evangelio: «Yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire» (1 Corintios 9:26). Cualquier cosa puede volverse monótona: viajar, predicar, enseñar y, en especial, estar confinado en una cárcel. No obstante, Pablo estaba convencido de que podía servir a Cristo, su Señor, en toda situación.
La rutina se torna letal cuando no le encontramos un propósito. La visión de Pablo iba más allá de cualquier circunstancia limitante porque su participación en la carrera de la fe no cesaría hasta cruzar la línea de llegada. Al incluir a Jesús en cada aspecto de su vida, aun la rutina tenía significado.