A María le encantaba la reunión grupal a mitad de semana en la iglesia, donde ella y varios amigos se encontraban para orar, adorar y debatir temas relacionados con el mensaje de la semana anterior. Ese día iban a hablar sobre la diferencia entre «ir» a la iglesia y «ser» la iglesia en un mundo herido. Estaba ansiosa por ver a sus amigos y charlar con entusiasmo.

Mientras tomaba las llaves, sonó el timbre. «Lamento molestarte —dijo su vecina—, ¿estás ocupada esta mañana?». María iba a explicarle que tenía que salir, cuando la vecina agregó: «Tengo que llevar el auto al taller. Por lo general, vuelvo caminando o en bicicleta, pero me lastimé la espalda y, por el momento, no puedo hacerlo». María dudó un instante y, luego, sonriendo, dijo: «No hay problema».

Aunque solo la conocía de vista, mientras la llevaba a su casa, se enteró de que el esposo padecía de demencia senil, y del tremendo agotamiento que genera cuidar a alguien así. María la escuchó, se compadeció, prometió orar por ella y se ofreció a ayudarla en todo lo que pudiera.

Aquella mañana, María no fue a la iglesia a hablar sobre cómo compartir su fe, pero sí pudo transmitirle un poco del amor de Cristo a su vecina, la cual estaba atravesando una situación difícil.