El descubrimiento de la penicilina revolucionó el mundo de la medicina. Antes de la década de 1940, las infecciones bacterianas solían ser mortales. A partir de ese momento, esta droga ha salvado una innumerable cantidad de vidas al destruir las bacterias perjudiciales. El hombre que reconoció su potencial y la desarrolló para su uso masivo ganó el premio Nobel en 1945.
Mucho antes de este descubrimiento, otros ayudantes silenciosos trabajaban salvando vidas en forma similar: los glóbulos blancos. Estos arduos trabajadores son la manera en que Dios nos protege de enfermedades. Nadie sabe cuántas invasiones han detenido ni cuántas vidas han salvado. Aun así, poco se los reconoce por toda su labor.
Al Señor lo tratamos igual. A menudo, lo culpamos cuando algo sale mal, pero raras veces lo reconocemos por lo que anda bien. Todos los días, nos levantamos, nos vestimos, vamos al trabajo, a la escuela o al supermercado, y regresamos a casa sin problemas, pero no somos conscientes de cuánto nos ha protegido Dios. Sin embargo, si sucede una tragedia, preguntamos: «¿Dónde estaba Dios?».
Cuando pienso en todas las cosas maravillosas que el Señor hace silenciosamente por mí cada día (Isaías 25:1), mi lista de alabanzas es mucho más larga que la de mis peticiones.