A los 24 años de edad, mi hermano contrajo una enfermedad terminal y, al tiempo, se fue con el Señor. Le diagnosticaron SIDA, algo que nunca pensamos que podía suceder en nuestra familia. Pasamos con él todo el tiempo que pudimos y, cerca del final de su vida, los familiares nos turnábamos para acompañarlo en el hospital. En esa habitación, pude experimentar el amor de Dios de manera increíble y abrumadora… era un amor que nunca antes había sentido. Cuando sepultamos a mi hermano, me dije: «Necesito encontrar a Dios». Quería encontrarlo, sin darme cuenta de que lo único que tenía que hacer era hablar con Él allí mismo. Acepté a Cristo en mi vida, como mi hermano lo había hecho antes de morir. Mi hermano menor hizo lo mismo, y ahora está aprendiendo a compartir la Palabra con otros. Ha sido una experiencia maravillosa, y aprendimos que no hay vida sin Cristo.

—Jacqueline, Canadá