Cuando estaba en la escuela primaria, en Ghana, tuve que vivir con una familia amorosa y protectora, lejos de mis padres. Un día, todos los hijos se reunieron para un encuentro familiar especial. Primero, todos tuvimos que compartir experiencias personales. Pero, después, cuando solo se requirió la presencia de los «hijos de sangre», me pidieron gentilmente que saliera. En ese momento, la realidad me golpeó: yo no era un «hijo de la casa». Aunque me amaban, me pidieron que saliera, porque solamente vivía con ellos, sin formar legalmente parte de la familia.
Este incidente me trae a la mente Juan 1:11-12. El Hijo de Dios vino a su pueblo, pero ellos no lo recibieron. Los que sí lo recibieron entonces, y los que lo reciben ahora, obtienen el derecho de convertirse en hijos de Dios. Cuando somos adoptados en su familia, «el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Romanos 8:16).
Jesucristo no excluye a nadie que haya sido adoptado por el Padre, sino que le da la bienvenida como miembro permanente de su familia: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).