En la escuela secundaria, estaba orgulloso de mi talento para jugar al ajedrez. Me uní al club de ajedrecistas; y, en cada tiempo libre, leía detenidamente libros clásicos sobre distintas jugadas. Estudié técnicas, gané la mayoría de las partidas y dejé de jugar durante 20 años. Después, conocí a un ajedrecista realmente bueno, quien había seguido perfeccionando su juego, y descubrí cómo es jugar contra un maestro. Aunque yo tenía libertad de hacer cualquier movimiento, ninguna de mis estrategias importó mucho, ya que su superioridad garantizaba que todas sirvieran siempre a su objetivo.
Quizá esto describa nuestra condición espiritual. Dios nos da libertad para rebelarnos contra su diseño original, pero, aunque lo hagamos, terminamos sirviendo a su meta final de restauración (Romanos 8:21; 2 Pedro 3:13; Apocalipsis 21:1). Esto ha transformado mi manera de ver las cosas buenas y las malas. Las buenas, como la salud, los talentos y el dinero, pueden presentarse a Dios como ofrendas para servir a sus propósitos. Y las malas, como las discapacidades, la pobreza, la disfunción familiar y el fracaso, pueden convertirse en instrumentos que me acerquen a Él.
Con el Gran Maestro, la victoria está asegurada, al margen de lo que esté sobre el tablero de la vida.