Mientras levantaba botellas vacías de la playa y las ponía en el cesto de basura que estaba cerca, le refunfuñé a mi esposo: «¿Qué les cuesta traer la basura hasta aquí? ¿Dejar la playa hecha un desorden los hace sentir mejor? Espero que sean turistas. No quiero imaginar que las personas de aquí descuiden tanto nuestra playa».
Al día siguiente, encontré una oración que había escrito hacía años sobre juzgar a los demás. Mis propias palabras me recordaron el error de enorgullecerme por haber limpiado el desorden provocado por otras personas. En realidad, ignoro muchas cosas sobre mí misma; en especial, en lo espiritual.
Me apresuro a afirmar que el desorden en mi vida se debe a que los demás hacen las cosas mal, y que la «basura» que genera mal olor a mi alrededor le pertenece a otras personas y no a mí. Pero nada de esto es cierto. Nada externo puede contaminarme, sino solo lo que tengo adentro (Mateo 15:19-20). La verdadera basura es la actitud que me lleva a despreciar el olorcillo del pecado de los demás, mientras ignoro la hediondez del mío.