Mientras estaba sentado en un comedor para indigentes en Alaska con cuatro adolescentes y un hombre de unos veintitantos años, el cual vivía en la calle, me conmovió la compasión de aquellos jóvenes. Escucharon lo que él decía sobre sus creencias y, luego, le presentaron amablemente el evangelio, ofreciéndole esperanza en Jesús. Lamentablemente, el hombre se negó a considerar con seriedad el mensaje.
Cuando nos íbamos, una de las chicas expresó entre lágrimas cuánto deseaba que ese hombre no muriera sin conocer a Cristo. De corazón, lamentaba que aquel joven rechazara en ese momento el amor del Salvador.
Las lágrimas de esta joven me recuerdan al apóstol Pablo, quien servía al Señor con humildad y, profundamente angustiado por sus conciudadanos, deseaba que estos confiaran en Cristo (Romanos 9:1-5). Es probable que su compasión y preocupación lo hayan hecho llorar en muchas ocasiones.
Si estamos realmente interesados en aquellos que aún no han aceptado el perdón de Dios por medio de Jesucristo, encontraremos maneras de testificarles. Confiados en nuestra fe y con lágrimas de compasión, llevemos la buena noticia a los que necesitan conocer al Salvador.