A mi hijo Liam le encanta recoger florcitas amarillas silvestres para regalarle a su mamá, y ella no se cansa de recibirlas. Lo que para un hombre es una maleza, para un niño es una flor. Un día, fui de compras con él. Mientras pasábamos rápidamente por delante de un lugar con flores, señaló con entusiasmo hacia un adorno con tulipanes amarillos, y exclamó: «Papá, ¡deberías comprarle esas florcitas amarillas a mamá!». Su consejo me hizo reír. También se convirtió en una hermosa foto en la página de Facebook de su madre. (A propósito… compré los tulipanes).


Algunos consideran que la maleza simboliza el pecado de Adán. Al comer el fruto prohibido, Adán y Eva quedaron bajo la maldición de un mundo caído (Génesis 3:16-19).


Pero la mirada infantil de Liam me trajo a la mente otra cosa: aun en la maleza hay algo bello. La angustia del alumbramiento también implica esperanza. La muerte será finalmente derrotada. La «simiente» de la que Dios habló en Génesis 3:15 batallaría contra la de la serpiente. Esa simiente es Jesús, quien nos rescató de la maldición de la muerte (Gálatas 3:16).


Quizá el mundo esté arruinado, pero hay maravillas a la vuelta de cada esquina. Aun las malezas nos recuerdan la promesa de la redención y a un Creador que nos ama.