El Primer Ministro Winston Churchill sabía cómo levantar el ánimo del pueblo británico durante la Segunda Guerra Mundial. El 18 de junio de 1940, le dijo a una multitud atemorizada: «Hitler sabe que tendrá que destruirnos […] o perder la guerra […]. Por lo tanto, apuntalémonos […] y sostengámonos de tal manera que, si el Imperio Británico [perdura] por mil años, los hombres sigan diciendo: “¡Esa fue su hora de gloria!”».
A todos nos gustaría que nos recordaran por nuestra hora de gloria. Tal vez, la de Pedro fue cuando proclamó: «tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Juan 6:69). Sin embargo, en ocasiones, permitimos que nuestros fracasos sean lo que nos define. Después de que Pedro dijo varias veces que no conocía a Jesús, salió y lloró amargamente (Mateo 26:75; Juan 18).
Como Pedro, todos fallamos: en nuestras relaciones interpersonales, en nuestra lucha contra el pecado y en nuestra fidelidad a Dios. Pero «fracasar no es la muerte», como señaló también Churchill. Felizmente, esto se aplica a nuestra vida espiritual. Jesús le perdonó su fracaso al arrepentido Pedro (Juan 21) y lo utilizó para predicar y guiar a muchos al Salvador.
Fracasar no es la muerte. Con amor, Dios restaura a los que vuelven a Él.