Durante un viaje a Perú, visité una de las numerosas cuevas que se encuentran en ese montañoso país. Nuestro guía nos dijo que esa cueva en particular había sido explorada hasta una profundidad de casi 15 kilómetros, y que era más profunda. Vimos murciélagos increíbles, aves nocturnas e interesantes formaciones rocosas. Sin embargo, poco después, la oscuridad se tornó inquietante, casi sofocante. Sentí un gran alivio cuando volví a la superficie y a la luz del día.
Esa experiencia fue un recordatorio impactante de lo opresiva que puede ser la oscuridad y de cuánto necesitamos la luz. Vivimos en un mundo oscurecido por el pecado y que se ha vuelto en contra de su Creador. Por eso, necesitamos la verdadera Luz. Jesús, quien vino a restaurar toda la creación (incluida la humanidad) a su propósito original, se refirió a sí mismo como esa «luz» (Juan 8:12); y agregó: «he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas» (12:46).
En Él, no solo tenemos la luz de la salvación, sino al único que puede indicarnos el camino, su camino, en medio de la oscuridad espiritual de este mundo.