Me han culpado de muchas cosas, y tuvieron razón. Mi pecado, fracaso e incompetencia han causado tristeza, ansiedad e inconvenientes a amigos y familiares (y, probablemente, a desconocidos también). Asimismo, me han atribuido cosas que no eran culpa mía; cuestiones que yo no podía cambiar.
Pero también he estado del otro lado de la cerca, culpando a otros. Me digo: Si ellos hubieran actuado distinto, yo no estaría en este lío. La culpa hiere. Por eso, seamos culpables o no, desperdiciamos mucho tiempo y energía mental tratando de encontrar a alguien que la asuma en nuestro lugar.
Jesús ofrece una manera mejor de tratar con la culpa. Aunque Él era impecable, cargó sobre sí el pecado del mundo (Juan 1:29). Solemos referirnos al Señor como el cordero del sacrificio, pero Él fue también el chivo expiatorio final de todo lo malo del mundo (Levítico 16:10).
Cuando reconocemos nuestro pecado y aceptamos el ofrecimiento de Jesús de quitarlo, ya no tenemos que cargar con el peso de la culpa. Podemos dejar de buscar a alguien a quien culpar de nuestras malas acciones y de ser culpados por otros.
Gracias a Jesús, podemos dejar de jugar al juego de echar la culpa.