Cuando su madre murió, llamé a una amiga mía de años. Nuestras madres habían sido íntimas amigas, y ahora, las dos habían fallecido. Nuestra conversación se convirtió en una sucesión de emociones: lágrimas de tristeza por la muerte de su madre, y de risa, al recordar lo divertida que había sido.
Muchos hemos experimentado ese extraño paso de llorar en un momento y reírnos después. Los sentimientos de tristeza y gozo son un don asombroso que libera las tensiones de nuestro físico.
Como somos hechos a imagen de Dios (Génesis 1:26), y el humor es una parte integral de casi todas las culturas, me imagino que Jesús debe de haber tenido un maravilloso sentido del humor. Pero sabemos que también conoció la tristeza. Cuando su amigo Lázaro murió, vio que María lloraba y «se estremeció en espíritu y se conmovió». Poco después, Él también empezó a llorar (Juan 11:33-35).
Nuestra capacidad para expresar con lágrimas las emociones es un don, y Dios guarda un registro de todas ellas. El Salmo 56:8 afirma: «Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?». Pero, un día, se nos promete que el Señor «enjugará toda lágrima» (Apocalipsis 7:17).