Guillermito fue secuestrado de la acera de su casa cuando tenía nueve años. Durante horas, mientras el secuestrador lo llevaba en un auto, no sabía qué iba a sucederle. Entonces, decidió cantar una canción llamada Toda la alabanza. Mientras repetía la letra una y otra vez, el hombre insultaba y le decía que se callara. Finalmente, detuvo el auto y dejó que Guillermito se bajara… sano y salvo.
Como lo demuestra este niño, la alabanza verdadera exige que nos concentremos en el carácter de Dios, mientras olvidamos nuestros temores, los problemas que nos acosan y la autosuficiencia que nos llena el corazón.
Los israelitas llegaron a este punto cuando enfrentaron a sus enemigos. Mientras se preparaban para la batalla, el rey Josafat organizó un coro para que marchara hacia el ejército enemigo y cantara: «Glorificad al Señor, porque su misericordia es para siempre» (2 Crónicas 20:21). Cuando empezó la música, los enemigos se desconcertaron y se mataron entre sí. Como había predicho el profeta Jahaziel, Israel no tuvo que pelear (v. 17).
Ya sea que enfrentemos una lucha o nos sintamos atrapados, podemos glorificar a Dios en nuestro corazón. Sin duda, «grande es el Señor, y digno de suprema alabanza» (Salmo 96:4).