Durante su único discurso inaugural como presidente de los Estados Unidos de América, John F. Kennedy desafió así a su pueblo: «No pregunten qué puede hacer su país por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por su país». Fue un llamado renovado a los ciudadanos a dedicar sus vidas para servir a los demás y sacrificarse por ellos. Sus palabras inspiraron de manera especial a los hijos de aquellos hombres y mujeres que habían servido a su país en las guerras.
El significado era claro: lo que sus padres habían logrado, a menudo ofreciendo sus propias vidas, debía protegerse con medios pacíficos. Un ejército de voluntarios se levantó en respuesta a ese llamado, y, durante décadas, ha llevado a cabo innumerables obras humanitarias en todo el mundo.
Siglos antes, el apóstol Pablo hizo un llamado similar a los cristianos en los primeros versículos de Romanos 12. Allí los insta a entregar sus cuerpos en «sacrificio vivo» para servir a Aquel que pagó con su vida por nuestros pecados. Este sacrificio espiritual debe ser más que simples palabras: significa invertir nuestra vida en el bienestar físico, emocional y espiritual de los demás.
Lo mejor de todo es que podemos servir en el lugar donde estamos.