Todos los días, un padre estiraba su cuello para mirar a lo lejos, esperando que su hijo volviera, pero todas las noches se iba a la cama decepcionado. Sin embargo, un día, apareció un puntito: una silueta solitaria se recortaba en el cielo rojizo. ¿Será mi hijo?, se preguntó. Luego, distinguió el andar conocido. ¡Sí, es él!
Cuando el hijo «aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó» (Lucas 15:20) . Es sorprendente que el patriarca haya hecho algo considerado indigno en la cultura de Medio Oriente: corrió para recibir a su hijo. El padre rebosaba de gozo ante el regreso del muchacho.
El hijo no merecía tal recibimiento. Cuando le pidió a su padre que le diera su parte de la herencia y se fue de su casa, fue como si hubiese deseado que su padre muriera. No obstante, a pesar de todo lo que el joven le había hecho, seguía siendo su hijo ( v. 24) .
Esta parábola me recuerda que Dios me acepta por su gracia, no por mis méritos. Me asegura que nunca me hundiré tanto como para que la gracia del Señor no pueda alcanzarme. Nuestro Padre celestial está esperando correr con los brazos abiertos hacia nosotros.