De vez en cuando, leo de algunos que se ofenden porque no han sido tratados con el respeto y la deferencia que creen merecer. «¿Sabe quién soy yo?», gritan indignados. Y esto nos recuerda el dicho: «Si tienes que decirle a la gente quién eres, es probable que no seas lo que crees ser». El extremo opuesto de esta arrogancia y prepotencia se ve en Jesús; incluso cuando su vida estaba acercándose al final.
Jesús entró en Jerusalén en medio de los gritos de alabanza del pueblo (Mateo 21:7-9). Cuando otros habitantes de la ciudad preguntaron: «¿Quién es éste?», las multitudes respondieron: «Este es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea» (vv. 10-11). Él no apareció reclamando privilegios especiales, sino que, con humildad, vino a entregar obedientemente su vida a la voluntad de su Padre.
Las palabras de Jesús y sus obras merecían respeto. Sin embargo, a diferencia de los gobernantes inseguros, Él nunca exigió que los demás lo respetaran. Sus horas más angustiosas parecen ser sus puntos de mayor debilidad y fracaso. No obstante, el poder de su identidad y misión lo ayudaron a atravesar esos momentos oscuros, cuando Él murió por nuestros pecados para que nosotros pudiéramos vivir en su amor.
El Señor es digno hoy de una vida de devoción. ¿Reconoces quién es Él?