De vez en cuando, visito a dos ancianas. Una no tiene preocupaciones económicas, está bien físicamente y vive en su propia casa. Sin embargo, siempre encuentra algo negativo para decir. La otra sufre de artritis y está bastante olvidadiza. Vive con sencillez y tiene un cuaderno donde anota todo, para no olvidar sus compromisos. No obstante, lo primero que escuchan todos los que visitan su pequeño apartamento es: «¡Dios es tan bueno conmigo!». Al alcanzarle su cuaderno de recordatorios que le regalé en mi última visita, noté que, el día anterior, había escrito: «¡Mañana salgo a almorzar! ¡Qué maravilloso! Otro día feliz».
Ana era una profetisa en la época en que nació Jesús, y sus circunstancias eran difíciles (Lucas 2:36-37). Había quedado viuda siendo joven, y probablemente no tenía hijos, así que podría haberse sentido inútil y abandonada. No obstante, se concentraba en Dios y en servirlo. Anhelaba la llegada del Mesías, pero, mientras tanto, estaba ocupada en los negocios del Señor: oraba, ayunaba y les enseñaba a otros lo que había aprendido sobre Él.
Finalmente, cuando ya tenía más de 80 años, llegó el día en que vio al Mesías bebé en brazos de su joven madre. Toda su paciente espera había valido la pena. Su corazón cantaba de alegría mientras alababa a Dios, y, luego, les comunicó a todos la feliz noticia.