Cuando un acusado comparece ante un juez, se encuentra a merced del tribunal. Si es inocente, el tribunal debería ser un refugio. Pero, si es culpable, se espera que la corte lo castigue.
En Nahum, vemos a Dios como un refugio y como un juez. Leemos: «Bueno es el Señor; es refugio en el día de la angustia…» (1:7 nvi), pero también se afirma: «Mas con inundación impetuosa consumirá a sus adversarios, y tinieblas perseguirán a sus enemigos» (v. 8). Unos 100 años antes, Nínive se había arrepentido después de la predicación de Jonás sobre el perdón de Dios, y la tierra había disfrutado de seguridad (Jonás 3:10). No obstante, durante la época de Nahum, esta ciudad empezó a tramar el mal contra el Señor (Nahum 1:11 nvi); entonces, en el capítulo 3, el profeta detalla su destrucción.
Muchas personas solo conocen uno de los lados del trato de Dios con la raza humana. Creen que el Señor es santo y quiere castigarnos, o que es misericordioso y solo desea mostrarnos bondad. En realidad, Él es Juez y Refugio. Pedro escribe que Jesús encomendó «la causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2:23). Como resultado, «llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia» (v. 24).
¡Toda la verdad sobre Dios es una buena noticia! El Señor es Juez, pero, gracias a Jesús, también podemos acudir a Él para buscar refugio.